MANDAMIENTOS   DE LA IGLESIA
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   Es usual en la catequesis hablar también de los mandamientos de la Iglesia como resonancia del tema básico y bíblico de los mandamientos de Dios.
   Desde los catecismos tridentinos, el de S. Pedro Canisio antes del Concilio y el de San Roberto Belarmino después, hubo ya inquietud por aludir a los deberes con la Iglesia, aunque no se formuló todavía ningún catálogo de esos debe­res principales.
   El “Catecismo Romano o de S. Pío V”, preparado por S. Carlos Borromeo, no alude a las "leyes o mandatos de la Iglesia", expresión que quedaría para más adelante, para el siglo XVII.  En los catecismos de este siglo se pone ya como uso habitual la enumera­ción y explicación de los mandamientos, cinco o a veces seis, que la Iglesia im­pone a los cristianos, porque tiene poder para ello. Así aparecen por el ejemplo en "Los deberes del Cristiano", de S. Juan Bautista de la Salle, catecis­mo que fue editado por primera vez en 1703 y cono­ció más de 300 ediciones a lo largo del siglo.
   Anteriormente habían surgidos otros catecismos con la cita ya de los mandatos de la Iglesia, como los “Deberes del Cristiano” de Claudio Joly, editado en 1662 o el de Coreur, editado en 1683 con el título de "Los principales deberes del Cristiano". La idea de unos mandatos fundamentales de la Iglesia que, al igual que se hace con los Mandamientos de Dios, hay que explicar, entender, cumplir y convertir en examen de conciencia, se hace ordinaria en toda la tarea catequística hasta nuestro días.

   1. Poder eclesial de mandar

   Uno de los servicios que hace la Igle­sia a los seguidores de Jesús consis­te en ofrecer normas y leyes que hacen más asequible el conocimiento de la voluntad divina. La Iglesia, seguidora de Jesús, determina normas y exigencias mínimas y las impone en conciencia a sus fieles, para ayudarles en su camino de salvación
   La Iglesia no legisla como lo hace un Estado o una sociedad humana: para imponer un orden social.
   Lo hace como un servicio en el nom­bre del Señor y sus mandatos buscan el discernir lo que en conciencia es la vo­luntad divina. Y su poder de hacerlo le viene del mismo Jesús, que dijo a los Apóstoles: "Todo lo que atéis en la tierra, atado quedará en el cielo; y lo que desa­téis en la tierra quedará desatado en el cielo". (Mt. 18. 18) No tiene sentido hablar de los mandamientos de la Iglesia sin el reconocimiento explícito de su poder de gobernar y de legislar.
   Por otra parte, el hablar de mandamientos de la Iglesia no implica que la Iglesia haya dado explícitamente cinco y sólo cinco mandatos.
   Significa ante todo, que los pastores, los catequistas, en ocasiones los Obispos en sus catecismos, han intentado con­den­sar las mu­chas prescripciones de la Iglesia a lo largo de los siglos, provenientes de diversos Concilios y de muchos Papas, en aquellas normas, sencillas de entender y recordar, que más pueden interesar a la piedad de los cristianos.

 

 

   2. Formulación diversa
 
     La historia de los mandamientos de la Iglesia es compleja. Desde los primeros tiempos apostólicos se dieron leyes, la primera de las cuales la vemos en el encuentro de los Apóstoles en Jerusalén, según el relato de los Hechos de los Apóstoles. "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las indispensables: abste­nerse de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y uniones ilegales." (Hech. 15.28-29).
   Las prescripciones y mandatos de la autoridad procedieron al principio de los Concilios locales y general y de los obis­pos más cercanos en cada Iglesia local.
   Habrían de llegar los tiempos posteriores a Constantino, (Decreto de Milán, 313), para que algunas consultas al Obispo de Roma (“Roma locuta causa finita”, de S. Agustín, Serm. 131. 10) y las decisiones de los Concilios (Desde Nicea, año 325) comenzaran a cobrar fuerza de ley para los seguidores del Evangelio que querían permanecer en comunión con la Iglesia.
   A partir del siglo V se inician las decisiones que se hacen llegar desde las Sedes episcopales más prestigiosas: Constantinopla, Antioquía, Alejandría, Jerusalén, sobre todo Roma, a los Obispos que con ellas mantenían cierta dependencia.
   Precisamente por este motivo, el Obispo de Roma cobra su primacial impor­tan­cia legislativa, ya desde el siglo V, con tendencia a ir incrementando su influencia con el paso de los siglos.
   S. León I Magno (Papa entre 440-461), en la Carta del 6 de Marzo del 459, imponía normas, como "el carácter secreto de la confesión a sólo los sacerdotes."
   Desde el siglo VII las decisiones de los Obispos de Roma y de Constantinopla, por efecto de la significación de sus respectivos Obispos, denominados ya como Papa y como Patriarca.
   Propiamente la Edad Media no conoce un resumen de leyes eclesiales que afecten a todos los creyentes, aunque sí las hay dirigidas por sínodos, Obispos o Concilios locales para determinados estamentos: monjes, clero, vírgenes, sacramentos, fiestas, diáconos, matrimo­nio; o en determinados terrenos: fami­lias, ayunos, penitencias, indulgencias, sufra­gios, etc.
   En la Edad Media ya se hicieron algu­nas listas sintéticas de los preceptos eclesiales y algunas abreviaciones que se formularon con carácter pedagógico, para ser aprendidas y explicadas a los fieles. Pudieran ser consideradas esas listas como las primeras formulaciones de los "mandamientos de la Iglesia".
   Tal vez una de las más tempranas fue la del monje Graciano, a mediados del siglo XII, llamada en su tiempo "Concordia de Graciano” y luego conocida como "Decreto de Graciano". Pero más que resumen de los mandamientos, era un intento de ordenación de los diversos mandamientos eclesiales que afectaban a toda la Iglesia.
   Desde el siglo XVII el uso de los Mandamiento de la Iglesia fue usual en las catequesis, en los catecismos y en la predicación e instrucción del pueblo fiel.
   El resumen de las "leyes de la Iglesia", que complementa y concreta la "Ley de Dios", suele ser conocido como "Mandamientos de la Iglesia".
   Responde a la forma precisa y concreta de la moral cristiana, que es ante todo y sobre todo positiva. Se apoyan en la esperanza en una vida superior. La Iglesia ha elaborado esas normas o consignas para ayudar en el camino de la salvación. Por eso los mandatos de la Iglesia solo se entienden y se explican desde esa forma alegre de moral cristiana. Hay que insistir siempre en la catequesis en que la Iglesia no manda por el simple hecho de ejercer su autoridad, sino para encauzar a los cristianos por el camino de Dios.
  La Iglesia, con sus mandamientos no hace otra cosa que seguir el ejemplo de Jesús. Es cierto que Jesús manda a sus seguidores "renunciar", "no odiar", "no mirar a la mujer con mala intención".
   Pero son muchas más sus expresiones de "compartir la túnica y la capa", de "dar limosna", de "orar", en una palabra de "amar". Su gran anuncio es el Reino de Dios. Pero este Reino ha de encarnarse en el mun­do presente y hay que hacer efectivas sus demandas, que son de compromiso y no de huida.
   Es Reino de justicia, de paz, de amor, de verdad, de unidad y de generosidad, aun cuando se culmine sólo en la otra vida.
   Por eso hay que entender los mandamientos de la Iglesia como reclamos positivos para hacer el bien y no sólo como avisos para evitar el mal. Son cauces para dar a los otros miembros del Cuerpo de Cristo ejemplo, vida y amor, No son avisos para huir de la tentación.

 

 

 

   

 

 

   3. La especificación

   Los mandamientos de la Iglesia se suelen enunciar en la forma que ha recogido de los catecismos clásicos el "Catecismo de la Iglesia Católica".
     "El primer mandamiento manda oír misa entera los Domingos y fiestas de precepto.
      El segundo, confesar los pecados mortales al menos una vez al año, en peligro de muerte o si hay que comulgar.
      El tercero, comulgar por Pascua de Resurrección.
      El cuarto, ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Iglesia.
      El quinto, ayudar a la Iglesia en sus necesidades".   (N° 2042-2043)
   Estos mandamientos se sitúan en la línea de una vida moral referida a la convivencia del Cuerpo Místico. Por eso tienen sabor litúrgico y comunitario, más que apertura evangelizadora, familiar, ascética o de otro tipo. Ello no implica que no haya otras prescripciones de la Iglesia que orienten estos deberes soli­da­rios, claros en la conciencia ética del creyente: ayudar, compartir, proteger, obedecer, respetar, honrar, acatar, cumplir, etc.
    El carácter obligatorio de estas leyes positivas promulgadas por la autoridad eclesial tiene por fin garantizar a los fieles el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral por desarrollar la propia vida espiritual y expresar el amor a Dios y del prójimo.
    Los mandamientos más generales de la Santa Madre Iglesia son cinco

   3. 1. 1: Misa dominical

   El primero, se suele expresar como el deber de “oír misa entera los domingos y fiestas de precepto”. Ahora bien, lo de "oír" suena a formalidad: asistir, sin más.
   Pero esa materialidad, no es compatible con los que es esencialmente la Eucaristía: acción de gracias, oración, común unión, compromiso.
  Por eso este mandamiento de la Iglesia no se reduce a la asistencia a una asamblea de cristianos, donde un "ministro del altar" ofrece a Dios una plegaria, una "anamnesis" y una "epliclesis", y los demás presencian el espectáculo, o mejor la plegaria y la invocación.
   El mandamiento estrictamente es un deber de participación, de integración espiritual y eclesial, aunque muchos no logren descubrir esta dimensión operativa del precepto. Los fieles deben participar en la celebración eucarística, y no sólo asistir a ella. Por eso es tan insuficiente el "mero cumplimiento material dominical".
   Estrictamente, el mandamiento no es el de esa participación, sino en los días señalados por la Iglesia. Históricamente fueron los domingos o días el Señor. Luego se añadieron los otros en los que la comunidad conmemoró las otras efemérides: el nacimiento de Jesús, su muerte, la última Cena, resurrección.
   La reunión del "primer día de la semana" en recuerdo de la muerte y resurrec­ción del Señor suponía la "fracción del pan", que era el sacramento, el pan y del vino, signo sensible de la presencia misteriosa de Jesús resucitado.
   La Iglesia mantiene esencialmente ese recuerdo y lo revive. "Manda a sus  miembros" asistir a ese encuentro, cele­brar, rezar, convivir.
   Además del domingo tiene sus principales fiestas litúrgicas, que conmemoran los misterios del Señor, de la Virgen María y de los santos, mártires y apósto­les. (C.D.C. 1246-1248) y Derecho Oriental (can. 881 1, 2 y 4)

   3. 2. 2: Confesión

   El segundo mandamiento (“confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulga”r) busca el apoyo de una norma a la conversión del corazón me­diante el arrepentimiento y el perdón por la absolución. Estimula a la preparación para la Eucaristía y la reintegración a la vida de gracia.
   Tiene obligación de confesar los pecados, según este mandamiento de la Iglesia, quien tiene conciencia de peca­do mortal. Mediante la recepción del sacramento de la reconciliación, que continúa la obra de conversión y de perdón del Bautismo, el cristiano pecador, pero arrepentido, se vincula de nuevo a los demás hermanos en la fe y recupera la  amistad divina perdida por el pecado.
   Este deber se halla en el Derecho Canónico (can. 989) y en los Cánones de la Iglesia Oriental (c. 719). Implica una disponibilidad a la conversión y se añade, a la obligación natural de conversión, la positiva del sacramento.

   3.3. 3: Comunión pascual

   El tercer mandamiento (“comulgar por Pascua de Resurrección”) asegura el mínimo de participar en la Eucaristía en el tiempo pascual, el más sagrado de los que ayudan a la Iglesia a conmemorar la redención y la salvación.
   Mediante el deber de la comunión o recepción del Cuerpo y Sangre de Jesucristo en ese tiempo, el cristiano se ve empujado a renovar su vida de creyente.
   La Iglesia impone esta prescripción mínima desde el Concilio de Le­trán, año 1215, (Cap. 21 de las Actas. Denz. 437), bajo Inocencio III, aunque en tiempos anteriores sus preceptos eran más exigentes: comulgar varias veces y en varias circunstancias.
   Asegura con ello que sus miembros reciben el Sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor al menos en el tiempo de la Pascua, origen y centro de la liturgia cristiana. (CDC, can. 920; y Cánones de la Igl. Oriental. 708-881. 3)

   3.4. 4: Ayuno y abstinencia

   El cuarto mandamiento (“ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia”) estimula el modo más frecuente de la penitencia que se usó en tiempos antiguos. Sin embargo, los días en que se debía ayunar fueron variando mucho, según los usos y los privilegios concedidos a determina­dos lugares o personas por parte de los pontífices.
   El hecho de ayunar fue siempre materia subjetiva de interpretación, ya que los mínimos de alimento diario variaron según las circunstancias y posibilidades, así como los tipos de alimento o los momentos de tomarlo.
   En los tiempos antiguos los ayunos y abstinencia fueron más abundantes que en los actuales, más cambiantes y fluidos en los sistemas de trabajo, convivencia y alimentación.
   En el Derecho Canónico de Occidente sólo se señala hoy la cuaresma y los viernes del año como tiempos de penitencia. Se preceptúa la abstinencia para los viernes y el ayuno sólo para el Miércoles de ceniza y el Viernes Santo. La abstinencia se indica a partir de los 14 años y el ayuno desde la mayoría de edad hasta los 60 años. (C.D.C. can. 1249-1251 y CCEO can. 882).
   Es evidente que ayunos y abstinencia se hallan muy condicionados hoy por las circunstancias personales, sin que sean asumible el vincular la ausencia de carne a la penitencia en tiempos en que otros alimentos de lujo pueden materialmente tomarse sin quebrantar la materialidad del precepto.

   3. 5. 5: Ayuda a la Iglesia

   El quinto mandamiento (“ayudar a la Iglesia en sus necesidades”) fue también interpretado de forma subjetiva y variable. En tiempos no muy antiguos se hablaba de aportar a la Iglesia "los diez­mos y las primicias", siguiendo el espíritu del Antiguo Testamento (Gn. 14.20 y 8.22; Deut. 12. 6  y 11.17; Tob. 1.7). Las formulaciones fueron variando hasta la forma actual en la que se indica y recuerda de forma preceptiva el deber de ayudar, colaborar y repartir.
    El deber de la ayuda queda de forma genérica como el recuerdo al deber de sentido común de aportar para el sostenimiento de la comunidad creyente a la que se pertenece. Y se relega a la inter­pretación de cada conciencia en particular el modo, cuantía y momento de esa aportación, según las posibilidades y la sensibilidad de cada creyente.
   "Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de los necesario para el culto divino, para las obras apostólicas y de caridad y el convenien­te sustento de los ministros." (C. 222 del C.D.C)

 

 
 

 

   4. Las otras leyes

   Es evidente que los mandamientos de la Iglesia no tienen la misma significación religiosa que los preceptos del Decálogo divino.  Pero es importante resaltar, al menos para una buena educación de la conciencia de los fieles, el sentido de la comunidad de creyentes que es la Iglesia, y las consecuencia del carácter orgánico que ella tiene por decisión del mismo Jesús, su Fundador.
   Uno de los servicios que hace la Iglesia a los seguidores de Jesús consiste en ofrecer normas y leyes para hacer más asequible la vida en conformidad con las enseñanzas y la voluntad del Señor.  La Iglesia no legisla como lo hace un Estado o una sociedad humana. Lo hace como un servicio en el nombre del Señor. Y su poder de hacerlo le viene del mismo Jesús que dijo a los Apóstoles: "Todo lo que atéis en la tierra, atado quedará en el cielo; y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo". (Mt. 18. 18)
   A lo largo de los siglos, las leyes que fueron surgiendo en la Comunidad cristiana, procedentes de la Autoridad de la Iglesia: Papas, Obispos, Concilios, se comunicaban por decretos o declaracio­nes públicas. Con el tiempo las leyes y normas se multiplicaron y se hicieron recopilaciones diversas.

   En esas recopilaciones se hallan los mandamientos de la Iglesia y hay que enseñar a los fieles sus diversos alcances y efectos.

   5.1. Campos legislativos

   Siendo la Iglesia extensa y universal, es normal que esas leyes afecten a muchos terrenos:
   - Los litúrgicos y sacramentales, como son los relacionados con las plegarias y los modos de oración pública y privada; sobre todo, los relativo a la administración de los sacramentos.
   - Los familiares, y alusivos a los diversos deberes de los padres, en cuanto responsables de la fe de los hijos.
   - Los sociales, como son los que afectan a los templos y lugares de culto y devoción: santuarios, cementerios, monasterios, etc.
   - Los vinculados con el arte religioso y las demás formas de expresión de la piedad de los creyentes: devociones, peregrinaciones, tradiciones.
   - Los que afectan a personas especialmente comprometidas en grupos especiales: sacerdotes, religiosos, misioneros, catequistas.
   - Los jurídicos que determinan los modos de juzgar, sentenciar, dirimir contiendas y pleitos
   - Los disciplinares, que aluden a las normas que rigen las acciones y perso­nas que constituyen el gobierno de la Iglesia.

   5. 2. Código de Derecho Canónico

   Todas estas normas se han sistematizado a lo largo de la Historia de la Igle­sia en multitud de bulas, cánones, anatemas, consignas. Desde 1918, en que entró en vigor el Código de Derecho Canónico publicado por el Papa Benedicto XV en 1917 y que fue actualizado por Juan Pablo II en 1983, y desde 1990 para las Iglesias orientales, en que se hizo público el Códi­go para las Iglesias Orientales (en plena comunión con Roma), las principales normas de la Iglesia se hallan así recopiladas, autorizadas, actualizadas y publicadas.

  

 

  

 

   

6. Catequesis y ley eclesial

   Es bueno recordar que la buena educación religiosa de los niños y jóvenes exige una buena educación en la ley de la Iglesia, tanto a nivel de criterios como a nivel de comportamientos particulares y generales. El buen catequista sabe hacer presente la Ley de la Iglesia como don de Dios.
  Supone esto un triple deber pedagógi­co para todos los que dan y reciben el servicio o ministerio catequístico y educador en nombre de la Iglesia.

   6.1. Conocimiento.

    La Ley de la Iglesia debe ser presentada como tal con integridad, claridad y transparencia. Conocer la Ley es un deber de todo miembro de la comunidad cristiana, no por el deseo de mera información erudita, sino por el afán de profundizar en la propia realidad cristiana.
    Por eso el educador de la fe debe conocer él mismo el conjunto de leyes que la Iglesia tiene en aquellos aspectos de la vida cristiana que más se relaciona con los catequizandos.
 
    6.2. Acogida.

    La Ley de la Iglesia es expresión de la voluntad de Dios y tiene, en cuanto tal, una dimensión sacramental muy especial, lo que significa de una gran eficacia santificadora para el creyente.
    Educar la conciencia del cristiano es situarle positivamente ante la comunidad a la que pertenece. De nada valdría conocer la ley si el corazón se halla lejos de su cumplimiento.
    Hay que insistir siempre ante el cristiano en la alegría de tener la Ley de Cristo como ideal de vida. Y nunca se debe reflejar el disgusto que causan sus preceptos más asumidos o aceptados.
    Cuando algunos escritores han acusado al cristianismo de paralizar al hombre con sus leyes, olvidan la verdadera grandeza del mensaje de Jesús y de sus profundo y contagiosos respeto a la voluntad del Padre Dios.

   6.3. Aplicación.

    La acogida conduce al cumplimiento, lo que significa que habitualmente se ajusta la propia conduzca a los preceptos de la Iglesia. No sería honesto llamarse cristiano y vivir al margen de las normas de los seguidores de Cristo.
    Jesús nos manda a sus seguidores mirar al otro mundo y cultivar la esperanza. Pero su gran anuncio es el Reino de Dios; y este Reino se hace real en el mundo presente. Por eso es Reino de justicia, de paz, de amor, de verdad, de unidad y de generosidad, aun cuando se culmine sólo en la otra vida.